Me resuena bastante este artículo y me lleva a reflexionar sobre las relaciones "sanas".
A pesar de exponerse a perder el trabajo y, muy posiblemente también, a
sufrir un episodio de hipertensión, Elysa Yanowitz se mantuvo fiel a sus
principios. Cierto día, un alto ejecutivo de su empresa cosmética visitó la
sección de perfumería de unos grandes almacenes de la ciudad de San Francisco
y ordenó a Elysa, jefa de ventas regional, que despidiera a una de sus mejores
vendedoras.
Y todo ello porque, en opinión de ese ejecutivo, la vendedora en cuestión
no le parecía suficientemente atractiva o, en sus propias palabras, lo
suficientemente interesante . Yanowitz, que no sólo consideraba a la empleada
como una auténtica "estrella" de las ventas, sino como una persona
perfectamente presentable, consideró la orden tan injustificada como indignante
y, en consecuencia, se negó a despedirla.
Yanowitz no tardó en tener problemas con el resto de sus jefes. Aunque
la empresa acababa de nombrarla jefa de ventas del año, empezaron
súbitamente a reprocharle todo tipo de errores, hasta que se dio cuenta de que
estaban preparando el terreno para despedirla. Fue entonces cuando sufrió un
ataque de hipertensión y solicitó una baja por enfermedad que la empresa,
dicho sea de paso, aprovechó para contratar a una sustituta.
Independientemente del cauce por el que discurra la demanda interpuesta
por Yanowitz contra su antigua empresa (que todavía se halla pendiente de
sentencia), lo cierto es que pone de relieve la posible existencia de una relación
causal entre la hipertensión y el trato recibido de sus superiores.
Veamos ahora los resultados de una investigación realizada en Gran
Bretaña sobre la salud de trabajadores que, en días alternos, habían tenido dos
jefes diferentes, uno con el que se relacionaban muy bien y otro al que temían.
Los resultados de la investigación concluyeron que los días en que se hallaban
bajo la supervisión del jefe temido, su presión sanguínea promedia sistólica y
diastólica experimentó un ascenso de 13 y 6 puntos, respectivamente (de 113/75
a 126/81). Pese a hallarse todavía dentro del rango de lo aceptable, estas
lecturas bien podrían, en el caso de perdurar, acabar provocando una
hipertensión en las personas más propensas.
Otras investigaciones realizadas en Suecia con trabajadores de diferentes
niveles y con funcionarios del Reino Unido han demostrado que, quienes
ocupan los escalafones inferiores de una empresa tienen una tendencia cuatro
veces superior a padecer enfermedades cardiovasculares que quienes ocupan el
escalafón superior, que no se ven obligados a soportar los caprichos de sus
jefes. Por otra parte, los trabajadores que se sienten injustamente criticados y
cuyos jefes ignoran sus demandas presentan una tasa de enfermedades
coronarias un 30 por ciento más elevada que quienes se sienten bien tratados.
En las jerarquías rígidas, los jefes tienden a ser más autoritarios y a
expresar más abiertamente el desprecio hacia sus subordinados que, a su vez,
experimentan una confusa mezcolanza de hostilidad, miedo e inseguridad. El
insulto, un hábito demasiado frecuente en ese tipo de jefes, sirve para reafirmar
su poder, al tiempo que torna indefensos y vulnerables a sus subordinados. No
es de extrañar que, en tales condiciones puesto que su salario y hasta la
conservación de su puesto de trabajo dependen directamente de su jefe el
trabajador tienda a obsesionarse por la relación con su jefe e interprete como
infausto cualquier intercambio que no sea manifiestamente positivo. Hablando
en términos generales, la conversación con cualquier persona que ocupe un
rango más elevado en el escalafón de la empresa provoca un aumento de la
presión sanguínea significativamente superior al que acompaña a una
conversación similar con un compañero de trabajo.
Veamos ahora los diferentes modos en que es posible gestionar este tipo
de afrentas. En una relación entre pares siempre es posible enfrentarse al insulto
y hasta recibir una disculpa. Cuando el insulto, sin embargo, procede de alguien
que sustenta el poder, los subordinados (quizá sabiamente) suelen reprimir su
ira y responder con una tolerancia resignada. Y ésta es una respuesta pasiva
que no cuestiona el insulto que acaba confiriendo tácitamente al superior
permiso para seguir actuando del mismo modo.
Quienes responden al insulto con el silencio experimentan un aumento
significativo de la presión sanguínea. No es extrañar por tanto que, si los
mensajes humillantes perduran a lo largo del tiempo, la persona que se reprime
se sienta cada vez más ansiosa e impotente hasta caer finalmente en la
depresión, una situación que, prolongada a lo largo del tiempo, aumenta
considerablemente la probabilidad de desencadenar una enfermedad
cardiovascular.
En un determinado estudio, por ejemplo, un centenar de hombres y
mujeres llevaron consigo un aparato que registraba su presión sanguínea cada
vez que mantenían una interacción. La investigación demostró que, cuando se
relacionaban con familiares o amigos con los que se encontraban a gusto (es
decir, cuando mantenían interacciones agradables y tranquilas), su presión
sanguínea disminuía, mientras que, cuando se relacionaban con personas
problemáticas, aumentaba. Pero el avance más importante tuvo lugar cuando se relacionaron con personas ambivalentes como, por ejemplo, un padre arrogante, una pareja voluble o un amigo competitivo. Pero, aunque el jefe caprichoso represente el arquetipo de esta situación, no hace más que expresar una
dinámica que impregna todas nuestras relaciones. Aunque podamos mantenernos a distancia de quienes nos resultan más desagradables, son muchas las personas con las que cotidianamente nos relacionamos que caen inevitablemente dentro de esta categoría mixta y que, en consecuencia, a veces nos hacen sentir muy bien y otras terriblemente mal. Las relaciones ambivalentes imponen, pues, una sobrecarga emocional, porque cada interacción resulta imprevisible y hasta, en ocasiones, potencialmente explosiva lo que requiere, en consecuencia, un esfuerzo y una vigilancia adicional.
La ciencia médica ha determinado el mecanismo biológico a través del cual las relaciones tóxicas influyen en las enfermedades cardiacas. Cierta investigación sobre el estrés en la que los voluntarios tenían que defenderse de la falsa acusación de haber robado en una tienda demostró que, mientras trataban de explicarse, sus sistemas inmunitario y cardiovascular se combinaron de manera potencialmente letal, ya que el sistema inmunológico produjo linfocitos T, mientras las paredes de los vasos sanguíneos segregaron una substancia vinculada a las células T que acelera la formación de una placa en el endotelio que obstruye las arterias. Lo que resulta médicamente más sorprendente son los desajustes relativamente pequeños que pueden desencadenar este mecanismo. Es por ello que, cuanto más rutinarios sean los eventos estresantes, mayor es el riesgo de padecer una enfermedad cardíaca.
Del Libro Inteligencia Social.
Del Libro Inteligencia Social.
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