Todavía recuerdo la clase en que Jerome Kagan nos habló de la investigación que entonces estaba comenzando en Boston y en China que usaba las reacciones a la novedad de un bebé para identificar a los niños que acabarían siendo tímidos y vergonzosos. Kagan está hoy en día semijubilado, pero todavía prosigue esa misma línea de investigación, rastreando los primeros pasos en la vida adulta de algunos de los que una vez fueron llamados bebés de Kagan .
De vez en cuando todavía voy a visitarle a su vieja oficina en el piso superior del William James Hall, la torre más alta del campus de Harvard. En la última visita, me habló de su último descubrimiento, la investigación de veintidós de esos niños con RMNf, porque sus métodos de investigación siempre están al día. Según me dijo, la imagen cerebral de veintidós bebés Kagan que años atrás habían sido identificados como inhibidos y que ahora tienen entre veinte y treinta años había descubierto que tenían una amígdala especialmente sensible a cualquier novedad.
Uno de los indicadores del perfil neurológico de la timidez parece ser la mayor actividad en los colículos, una región de la corteza cerebral sensorial que se activa cuando la amígdala detecta algo anómalo y posiblemente amenazador. Pero estos circuitos neuronales también se activan cada vez que percibimos una
discrepancia, cualquier cosa de apariencia extraña o anómala. Los niños que muestran una baja reactividad en estos circuitos tienden a ser extravertidos y sociables, mientras que los que muestran una elevada
reactividad se asustan de las novedades y, en consecuencia, tienden a escapar de las cosas que les parecen inusuales. Este tipo de tendencias suele, en el caso del niño pequeño, ser autorreforzante, cosa que también sucede por ejemplo, con la sobreprotección, que impide a los niños tímidos acceso al aprendizaje social
que podría ayudarles a desarrollar otro tipo de reacciones.
En sus primeros estudios, Kagan descubrió que, cuando los padres alientan (e incluso, en ocasiones, obligan) a sus hijos a estar con compañeros a los que, de otro modo, evitarían, pueden llegar a superar la mayor parte de las veces la predisposición genética a la timidez. Después de décadas de investigación, Kagan ha descubierto que sólo un tercio de los niños que, poco después del nacimiento, fueron identificados como inhibidos , seguían siéndolo al alcanzar la edad adulta.
Hoy en día opina que lo que ha cambiado no es tanto la hiperreactividad neuronal subyacente porque la reacción de su amígdala y sus colículos sigue siendo desmesurada , sino lo que el cerebro hace con ese impulso. Y es que los niños que, con el paso del tiempo, aprenden a resistir el impulso a retraerse, son capaces de superar la inhibición y comprometerse más plenamente.
Los neurocientíficos usan la expresión andamiaje neuronal para referirse a un determinado circuito cerebral cuyo uso repetido va consolidando sus conexiones, como el andamio que permite la construcción de un edificio.
Este andamiaje neuronal es el que explica porqué es necesario el esfuerzo o quizás simplemente el esfuerzo y la conciencia para establecer y consolidar un nuevo camino que acabe modificando una determinada pauta conductual.
Como me dijo Kagan: «El setenta por ciento de los niños inhibidos acaban curándose de su hiperreactividad. Es cierto que el temperamento puede limitar nuestras posibilidades, pero en modo alguno las determina».
Nadie diría me dijo Kagan que el muchacho de diez años que finalmente ha aprendido a experimentar su miedo y a actuar de otro modo había sido identificado, en su infancia, como inhibido. Pero lo cierto es que, para usar la vía superior para domesticar a la inferior se requiere esfuerzo y ayuda... y también una serie de pequeñas victorias.
Kagan recuerda que, en su caso, una de estas pequeñas victorias fue la que le llevó a superar un miedo a las inyecciones que, en su infancia, era tan intenso que se negaba a ir al dentista, hasta que finalmente tropezó con un dentista que se ganó su confianza. Ver a su hermana lanzarse a la piscina también le proporcionó el coraje necesario para vencer el miedo y acabar finalmente aprendiendo a nadar. Y, del mismo modo, al comienzo necesitaba hablar con sus padres para sobreponerse a una pesadilla, pero finalmente aprendió a tranquilizarse sólo.
Yo pude sobreponerme a mis miedos fue el título de un ensayo escolar de ese niño anteriormente miedoso. «Ahora que entiendo mi predisposición a la ansiedad puedo hablar francamente de los miedos más sencillos.» Con un poco de ayuda, pues, los niños inhibidos pueden experimentar un cambio positivo. En este sentido, el estímulo de la familia o de los demás puede resultar de gran ayuda, como también lo es el uso de amenazas naturales para superar su tendencia a la inhibición y aprender a enfrentarse de otro modo a la situación.
Kagan dice a su propia nieta, que tiene seis años y es muy vergonzosa: «¡Créeme! ¡Soy tan tímido que debo practicar para no serlo!»Y luego agrega: «Los padres no parecen darse cuenta de que, aunque la biología promueve ciertos resultados, no determina lo que puede llegar a suceder».
Aunque la educación parental no puede cambiar los genes ni modificar los tics neuronales, la neurociencia ha comenzado a precisar con sorprendente detalle el modo en que la experiencia cotidiana del niño va esculpiendo sus circuitos neuronales.
Del Libro Inteligencia Social
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