Para Mary Duffy, la hora de la verdad en que se dio cuenta de que
había dejado de ser contemplada como una persona y pasó a ser considerada
como el carcinoma de la habitación B-2 ocurrió la mañana posterior al día
en que le extirparon un cáncer de mama. Todavía estaba medio dormida cuando, sin advertencia previa, se vio rodeada por un montón de desconocidos ataviados con bata blanca, el médico que la había operado y un grupo de estudiantes de medicina. El doctor, sin dirigirle la palabra, le quitó la sábana y la despojó del camisón como si fuera un maniquí, dejándola desnuda. Demasiado débil para protestar, Duffy esgrimió entonces un irónico Buenos días que, no obstante, no consiguió impedir la perorata que el médico se lanzó a dar sobre el cáncer al grupo que, indiferente a su desnudez, rodeaba
su cama. Cuando, finalmente, el médico se dignó dirigirle la palabra, preguntó
distraídamente: ¿Ha tenido gases? Pero, cuando ella trató de afirmar su humanidad con un tajante ¡No!
¡Eso no lo hago hasta la tercera cita! , el doctor pareció ofenderse, como si le
hubiera defraudado. Lo que Duffy necesitaba en ese momento era que el doctor afirmase
sencillamente su individualidad con un gesto que la tratara con un poco de
dignidad. Necesitaba un momento de yo-tú y lo único que recibió fue una ducha fría de yo-ello .
Todo nos sentimos, como Duffy, inevitablemente angustiados cuando esperamos conectar con alguien que, por una u otra razón, no asume su parte y, a causa de ello, nos sentimos desamparados, como el bebé cuya madre se niega a prestarle atención. Ese tipo de sufrimiento tiene un fundamento neuronal, porque nuestro cerebro registra el rechazo social en la corteza cingulada anterior (o CCA), la misma región que se activa cuando experimentamos un daño físico y también provoca, por lo que sabemos entre otras muchas cosas , una angustiosa
sensación de dolor corporal.
La investigación dirigida por Matthew Lieberman y Naomi Eisenberger en UCLA sugiere que la corteza cingulada anterior opera como una especie de alarma neuronal que detecta el peligro del rechazo y alerta a otras partes del cerebro a reaccionar en consecuencia. En ese sentido, ambos opinan que forma parte de lo que ellos denomina un sistema de identificación social que parece asentarse en los mismos circuitos cerebrales que avisan al cerebro de un posible daño físico. El rechazo evoca una amenaza primordial importante para el cerebro. En este sentido, Lieberman y Eisenberger nos recuerdan que la integración en un
grupo era esencial para la supervivencia del hombre prehistórico, porque la exclusión podía implicar su sentencia de muerte, como hoy en día sigue ocurriendo cuando un mamífero humano se ve en la obligación de sobrevivir en medio de la naturaleza. Según afirman estos investigadores, el centro del dolor pudo haber desarrollado esta sensibilidad a la exclusión social como una señal de alarma que muy probablemente estimula la necesidad de recomponer la relación amenazada.
Este descubrimiento da sentido a las metáforas que solemos emplear para referirnos al dolor generado por el rechazo como tener el corazón roto o los sentimientos heridos , lo que indica la naturaleza física del sufrimiento emocional. El lenguaje humano parece reconocer esta equiparación entre el dolor físico y el sufrimiento social, porque son muchos los idiomas en los que
los términos utilizados para describir el sufrimiento social se derivan del mismo
léxico que se emplea para hablar del dolor físico. También es muy elocuente el hecho de que los simios que tienen lesionada la corteza cingulada anterior no puedan llorar de angustia cuando se ven separados de sus madres, un fracaso que, en plena naturaleza, podría poner en peligro su vida. Del mismo modo, las madres de estos simios que presentan lesiones en la corteza cingulada anterior ya no responden a los gritos de
aflicción de sus hijos cogiéndoles en brazos para protegerles y, en el caso de los seres humanos, se ha descubierto que el llanto del bebé activa la corteza cingulada anterior de su madre y no se desconecta hasta que ésta responde.
Quizás nuestra necesidad primordial de conexión explique la proximidad de los centros del tallo cerebral asociados a las lágrimas y la risa, que afloran espontáneamente en los momentos de mayor conexión social, como nacimientos, muertes, bodas y reencuentros largamente esperados. De este modo, la angustia de la separación y la alegría del vínculo social reflejan el poder primordial de la conexión. Cuando esta necesidad de proximidad no se ve adecuadamente satisfecha pueden presentarse diversos tipos de trastornos emocionales. Los psicólogos han acuñado el término depresión social para referirse al malestar concreto
causado por las relaciones problemáticas y amenazadoras. El rechazo o el miedo al rechazo también es una de las causas más comunes de ansiedad. La sensación de inclusión no depende del número ni de la frecuencia de los contactos sociales, sino de lo reconocida y aceptada que se sienta, aunque sólo
sea por unas pocas personas clave.
No es de extrañar, por tanto, que las amenazas de abandono, separación o rechazo discurran a través de los mismos circuitos cerebrales porque, en un tiempo, fueron auténticas amenazas, hoy simbólicas, a nuestra supervivencia física. Es precisamente por ese motivo que, cuando esperamos ser tratados como un tú y nos tratan como un ello , nos sentimos especialmente mal.
Del Libro Inteligencia Social.
Del Libro Inteligencia Social.
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