Mi Madre
Mi vida debería haberme parecido perfecta puesto que era el cuadro mismo de la dicha. En
1969 nos mudamos a una preciosa casa diseñada por Frank Lloyd Wright en Flossmoor, un barrio de
clase alta. Mi nuevo jardín huerta era bastante extenso, por lo que Manny y los niños me regalaron
un minitractor para mi cumpleaños. Manny estaba encantado con su nuevo estudio e instaló un
fabuloso equipo estereofónico para que yo escuchara música country desde mi cocina de ensueño.
Los niños estaban internos en un destacado colegio privado.
Pero a mí me parecía casi demasiado perfecto para ser cierto. Era como un sueño del que
suponía iba a despertar. Una buena mañana desperté sabiendo el origen de mi inquietud. Estábamos
en la tierra de la abundancia, donde no nos faltaba nada, y yo no había transmitido a mis hijos
justamente aquello que había sido lo más importante durante mi infancia. Quería que supieran lo que
era levantarse temprano, hacer excursiones por las colinas y montañas, apreciar y reconocer las
flores, las diferentes hierbas, los grillos y las mariposas. Quería que recogieran flores y piedras de
colores durante el día, y que por la noche dejaran que las estrellas les llenaran de sueños la cabeza.
No me detuve a pensar lo que debía hacer. Ésa no era mi manera de actuar. Tomé la decisión
rápidamente: la semana siguiente saqué a Kenneth y Barbara del colegio y nos marchamos en avión
a Suiza. Mi madre se reunió con nosotros en Zermatt, una encantadora aldea alpina donde estaban
prohibidos los coches y la vida era bastante parecida a lo que había sido hacía cien años. Eso era lo
que deseaba. El tiempo estaba divino. Hicimos excursiones con los niños, en las cuales subieron
montañas, corrieron a lo largo de los riachuelos y persiguieron animales. Recogían flores y se
llevaban piedre-cillas a casa. Tenían las mejillas sonrosadas, tostadas por el sol. Fue una
experiencia inolvidable.
Pero resultó que no fue inolvidable por eso. La última noche, entre mi madre y yo acostamos a
los niños. Ella se quedó para darles besos y abrazos extra de buenas noches mientras yo salía al
balcón. Me estaba columpiando en una vieja mecedora hecha a mano cuando se abrió la puerta
corredera del dormitorio y mi madre se unió a mí para disfrutar del aire fresco de la noche.
Las dos contemplamos maravilladas la luna, que parecía flotar sobre el Matterhorn. Mi madre
se sentó a mi lado; estuvimos en silencio durante un buen rato, cada una sumida en sus
pensamientos. La semana había sido mejor de lo que yo había imaginado. No podía haberme
sentido más feliz. Pensé en los habitantes de todas las ciudades del mundo que jamás hacían un
esfuerzo por contemplar un cielo tan precioso. Soportaban la vida mirando la televisión y bebiendo
alcohol. Mi madre aparentaba sentirse tan feliz como yo, tanto en ese momento como con su vida.
No sé cuánto rato estuvimos sentadas en silencio, gozando de la mutua compañía, pero mi
madre rompió
finalmente el hechizo. Podría haber dicho millones de cosas en esos instantes, cualquier cosa,
pero dijo:
- Elisabeth, no vivimos eternamente.
Hay motivos para que las personas digan ciertas cosas en ciertos momentos. Yo no tenía idea
de por qué mi madre me decía eso entonces y en ese lugar. Tal vez se debía a la enormidad del
firmamento; tal vez porque se sentía relajada y más unida a mí después de haber pasado esa
semana juntas.
Tal vez, como creo ahora, tuvo una premonición, un atisbo del futuro. En todo caso, continuó:
- Tú eres el único médico de la familia y si se presentara una urgencia, cuento contigo.
¿Qué urgencia? Pese a sus setenta y siete años, había participado en todas las excursiones sin
ningún problema, ningún achaque. Estaba perfectamente sana.
No supe qué decir. Sentí deseos de gritarle algo, pero en realidad ella no me dejó lugar.
Continuó en esa morbosa dirección:
- Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida.
Yo me sentía cada vez más molesta y le dije algo así como "Deja de hablar así", pero ella
repitió la petición. Por el motivo que fuera, me estaba estropeando la noche y tal vez todas las
vacaciones.
- Déjate de tonterías —le supliqué—. No va a ocurrir nada de eso.
Al parecer a ella la traía sin cuidado lo que yo pensara en esos momentos; además, era cierto
que yo no podía asegurarle que no iba a acabar como un vegetal. En fin, esa conversación me
fastidiaba. Finalmente me incorporé y le dije que yo estaba en contra del suicidio y que nunca, nunca
jamás, ayudaría a alguien en eso, y mucho menos a mi madre, la persona cariñosa que me dio a luz
y me mantuvo con vida.
- Si te ocurre algo, haré por ti lo mismo que hago por todos mis pacientes, te ayudaré a vivir
hasta que mueras.
Más o menos así se terminó esa perturbardora conversación. No había nada más que decir. Me
levanté y la abracé. A las dos nos corrían lágrimas por las mejillas. Ya era tarde, hora de ir a
acostarnos. Al día siguiente volveríamos a Zúrich. Yo sólo deseaba pensar en los momentos
agradables, no en el futuro.
Por la mañana ya se había, roto el hechizo. Mi madre era la misma de siempre y disfrutamos
del trayecto en tren a Zúrich. Allí se nos reunió Manny y nos alojamos en un hotel de lujo, que era
más del estilo de mi marido. A mí no me importó, puesto que tenía "mi tanque" lleno de aire fresco y
flores silvestres. Estuvimos una semana más en Zúrich y luego volamos de vuelta a Chicago. Me
sentía absolutamente rejuvenecida, aunque no podía quitarme de la cabeza la conversación con mi
madre. Traté de no hacerle caso, pero me pesaba como un nubarrón negro en la conciencia.
Tres días más tarde me llamó Eva a casa para comunicarme que el cartero había encontrado
inconsciente a nuestra madre en el cuarto de baño. Había sufrido un derrame cerebral.
Cogí el siguiente avión y desde el aeropuerto fui directamente al hospital donde estaba mi
madre. Incapacitada para moverse o hablar, me miró con cientos de palabras en sus profundos ojos
apenados y asustados. Todas se resumían en una sola súplica, que yo entendí. Pero en ese
momento sabía, como había sabido antes, que jamás podría cumplir su petición. Jamás podría ser
un instrumento de su muerte.
Los días siguientes fueron difíciles. Permanecí a su lado, sentada o atendiéndola y
manteniendo con ella un monólogo. Aunque no podía moverse, me contestaba con los ojos. Cerraba
un ojo para decir sí, los dos para decir no. A veces lograba apretarme la mano con la mano izquierda.
Hacia el final de la semana sufrió otros derrames menos graves. Perdió el control de la vejiga. Con
eso se la consideró un vegetal.
- ¿Estás cómoda?
Guiño de un ojo.
- ¿Quieres seguir aquí?
Los dos ojos.
- Te quiero.
Un apretón en la mano.
Era exactamente la situación que ella había temido durante las vacaciones de la semana
anterior. Incluso me lo había advertido: "Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida." Su súplica en el balcón resonaba en mi memoria. ¿Sabía ella que se aproximaba esto?
¿Tendría una premonición? ¿Era posible un conocimiento interior?
¿De qué manera podía hacerle más soportable, más agradable, la vida que le quedaba?
Muchas preguntas, muy pocas respuestas.
Si yo fuera Dios, me decía en silencio, éste sería el momento para introducirme en su vida, para
agradecerle el haber amado generosamente a su familia, el haber criado a sus hijos a fin de que
fueran seres humanos respetables, dignos, productivos.
Por la noche tenía largas conversaciones con El. Una tarde incluso entré en una iglesia y le
hablé a la cruz. "Dios, ¿dónde estás? —le pregunté amargamente—. ¿Me oyes? ¿Existes siquiera?
Mi madre ha sido una mujer buena, trabajadora, dedicada. ¿Qué piensas hacer por ella ahora que de
verdad te necesita?" Pero no hubo respuesta, ni una sola señal.
Nada, sólo silencio.
Al ver a mi madre languidecer en su capullo de impotencia y tormento, casi pedía a gritos
una intervención divina. En silencio le ordenaba a Dios que hiciera algo y lo hiciera rápido. Pero si
Dios me oía, por lo visto no tenía ninguna prisa. Yo le dirigía, palabras insultantes en suizo y en
inglés. Pero continuó sin impresionarse.
Aunque tuvimos largas discusiones con los médicos del hospital y de fuera, sólo teníamos dos
opciones. O bien mi madre continuaba en ese hospital docente, donde le aplicarían todos los
tratamientos posibles, aunque eran pocas las probabilidades de mejoría; o bien la llevábamos a una
residencia menos cara donde recibiría esmerada atención médica pero no se emplearía ningún
medio artificial para prolongarle la vida, es decir, no la conectarían a máquinas para respirar ni para
otra cosa.
Con mis hermanas tuvimos una conversación muy emotiva. Las tres sabíamos qué habría
elegido nuestra madre. Manny, que la consideraba su segunda madre, nos hacía llegar su experta
opinión desde Estados Unidos. Afortunadamente Eva ya había localizado una excelente residencia
dirigida por monjas protestantes en Riehen, cerca de Basilea, donde ella y su mando se habían
construido una casa. En aquella época no existían todavía los hogares para moribundos, pero las
monjas consagraban sus vidas a atender a estos pacientes especiales.
Utilizando todas nuestras influencias, conseguimos que la admitieran.
Cuando mi permiso en el hospital estaba próximo a acabarse, decidí acompañarla en la
ambulancia desde Zúrich a Riehen. Para darnos ánimo y valor, llevé conmigo una botella de
Eiercognac, ponche de huevo preparado con coñac. También hice una lista, más bien corta, de las
pertenencias más queridas de mi madre, y una lista de los familiares y las personas más importantes
en su vida, sobre todo de aquellas que la ayudaron durante los años posteriores a la muerte de mi
padre; ésta era más larga.
Durante el trayecto ambas fuimos adjudicando las cosas a las personas más adecuadas. Nos
llevó mucho tiempo determinar qué convenía a quién, por ejemplo la estola y el gorro de armiño que
le habíamos enviado desde Nueva York. Cada vez que encontrábamos lo que convenía a una
persona, bebíamos un trago de Eiercognac. El encargado de la ambulancia tenía sus dudas respecto
a eso, pero yo lo tranquilicé diciéndole: "No pasa nada, soy médico."
No sólo realizamos algo que a mi madre le procuró paz mental sino que cuando llegamos a la
residencia nuestro estado de ánimo era alegre.
La habitación de mi madre daba a un jardín. Se sintió a gusto allí. Durante el día podría oír el
canto de los pájaros en los árboles, y por la noche tendría una buena vista del cielo. Antes de
despedirme le metí un pañuelo perfumado en la mano semibuena. Generalmente le gustaba sostener
un pañuelo en la mano. Comprobé que estaba relajada y contenta en una residencia donde ella
sabía que la calidad de su vida era la consideración principal.
Por alguna razón, a Dios le pareció bien mantenerla viva cuatro años más. Su estado negaba
cualquier probabilidad de supervivencia. Mis hermanas se ocupaban de que estuviera bien y cómoda
y jamás sola. Yo iba a visitarla con frecuencia. Mis pensamientos siempre volvían a esa fatídica
noche en Zermatt. La oía suplicarme que pusiera fin a su vida si acababa como un vegetal. Tuvo que
haber sido una premonición, porque justamente estaba en el estado que había temido. Era trágico.
De todos modos, yo sabía que no era el final. Mi madre continuaba recibiendo y dando amor. A
su mañera estaba creciendo espiritualmente y aprendiendo las lecciones que necesitaba aprender.
Eso deberíamos saberlo todos. La vida acaba cuando hemos aprendido todo lo que tenemos que
aprender. Por lo tanto, cualquier idea de poner fin a su vida, como ella había pedido, era aún más
inimaginable que antes.
Yo quería saber por qué mi madre iba a acabar así. Continuamente me preguntaba qué lección
querría enseñarle Dios a esa amante mujer.
Incluso pensaba si tal vez ella nos estaría enseñando algo a los demás.
Pero mientras continuara sobreviviendo sin ningún apoyo artificial, no había nada que hacer
aparte de amarla.
ELIZABETH KÜBLER-ROSS
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