Mientras me hallaba de visita en otro estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que El número marcado no existe . Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada con la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e
impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de
mal humor. El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburg (Alemania) que presentamos a continuación. Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado de la naturaleza humana, del filósofo británico David Hume. La cinta venía en dos versiones diferentes, ligeramente alegre y ligeramente triste, pero la diferencia era tan sutil que nadie la advertía a menos que se lo indicaran expresamente. La investigación demostró que los estudiantes, sordos como estaban al tono de los sentimientos, salían de la prueba un poco más alegres o un poco más tristes que antes de pasar por ella ignorando, sin embargo, que su estado de ánimo había cambiado y sin saber tampoco, por tanto, lo que había provocado
ese cambio. El cambio seguía presente aun cuando los estudiantes se vieran obligados, mientras escuchaban, a realizar una tarea distractiva, como rellenar los agujeros de un tablero de madera. Esta distracción provocaba un ruido en la vía superior que, si bien obstaculizaba la comprensión intelectual del pasaje
filosófico, no impidió ni un ápice el contagio de estado de ánimo. Según dicen los psicólogos, una de las diferencias existentes entre los estados de ánimo y las emociones más burdas es la inefabilidad de sus causas. Es por ello que, si bien solemos saber lo que ha provocado una determinada emoción, no es infrecuente que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo que nos ha llevado hasta él. En este sentido, el experimento de Wurzburg pone de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de ánimo desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz desagradable de los que somos completamente inconscientes. Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro de los demás. Como han descubierto un equipo de investigación sueco, la mera contemplación de la imagen de un rostro feliz elicita en quien la ve la respuesta fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa. De hecho, la fotografía de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el
disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar la expresión que acabamos de ver. Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la mayoría mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la
transacción ocurre sin que nosotros la advirtamos. Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales que esbozan la sonrisa, aun sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa
pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo emocional. Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para
expresar la emoción completa. Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra
expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.
Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio cuando dijo: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona o qué es lo que está pensando reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión».
Inteligencia Social. Goleman Daniel
Inteligencia Social. Goleman Daniel
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